¿Transición energética? o cómo pretender salvar el planeta mientras el país se incendia con una linterna sin pilas

En Colombia, hablar de transición energética es como prometerle a un paciente en urgencias una cirugía robótica cuando ni gasa hay en el hospital. Mientras el país entero está a oscuras, literal y figuradamente, los políticos insisten en vendernos un futuro verde con discursos reciclables, pero sin una sola neurona reutilizable. Y es que no hay nada más colombiano que prometer energía limpia cuando ni siquiera hemos resuelto cómo prender un bombillo sin rogarle a El Niño que no nos ahogue los embalses.

El pasado 28 de abril, España vivió un apagón monumental por culpa de su sobredependencia de energía solar: más de 15 mil megavatios solares se desconectaron de un tajo cuando el clima no colaboró. ¿La razón? Una saturación de la red que colapsó porque, aparentemente, el sol no tiene agenda fija. Imagínese ese espectáculo en Colombia: medio país sin luz, el otro medio sin internet, y los congresistas iluminándose con la pantalla del celular mientras debaten si los paneles solares deberían pagarle pensión a los rayos ultravioleta.

Aquí celebramos que ya el 10% de nuestra energía es solar, como si eso solucionara algo en un país donde aún hay comunidades usando veladoras y mecheros, y donde la “electrificación” se traduce en instalar un poste con un bombillo sin cable. Y mientras tanto, la Guajira —esa joya energética con más sol que Dubái— sigue sin agua potable y con parques solares que solo funcionan para los contratistas. Porque en Colombia, hasta el sol lo privatizan.

Pero cuando uno menciona la energía nuclear como alternativa seria, la respuesta es un coro de susto, desinformación y esa mezcla explosiva de ignorancia con ideología. “¡Nos van a hacer otro Chernóbil en Chocontá!”, gritan algunos, mientras otros advierten que el uranio puede volver comunistas a sus hijos. Nadie quiere decirlo, pero lo diré yo: la energía nuclear es más verde, más limpia y más estable que todo el desfile de paneles y molinos que nos venden como el futuro. Pero claro, cómo vamos a tener energía del siglo XXI si todavía usamos camiones del siglo XX para transportar votos del siglo XIX.

Aquí los técnicos saben que un reactor nuclear no explota por accidente, pero los ministros creen que se maneja con gasolina extra. Los mismos ministros que no saben cuántos embalses hay, pero sí cuántos puestos pueden repartir en las electrificadoras regionales. Porque esa es la verdadera energía que mueve a Colombia: la politiquería, esa fuerza oscura, constante e inagotable que mantiene funcionando el país… o al menos a los amigos del partido.

Y mientras discutimos si el viento tiene derechos sindicales o si el sol debe cotizar a pensión, el resto del país sobrevive en la penumbra. Literal. Porque en Colombia el apagón no es una amenaza: es una política pública.

Pero esperen… que hay prioridades.

Ahora bien, uno pensaría que antes de hablar de salvar el planeta, deberíamos estar intentando salvar a los colombianos de la indigencia laboral. Porque si algo está más apagado que la red eléctrica, es el mercado laboral. Pero claro, como el calentamiento global da entrevistas internacionales, y el desempleado solo da rabia en el semáforo, mejor nos tomamos la foto con el panel solar mientras ignoramos la fila del hambre.

Porque sí, estamos tan ocupados soñando con energía verde que se nos olvida que medio país no tiene ni para cargar el celular, no por falta de electricidad, sino por falta de empleo. Y el otro medio trabaja como vendedor ambulante, domiciliario sin EPS, reciclador sin pensión, niñez esclavizada disfrazada de ayuda familiar y cuidadores explotados con la excusa del “amor”.

Y ya que estamos hablando de fantasías sostenibles, hablemos del nuevo cuento que nos vende el DANE: la supuesta mejora del empleo. Según los últimos datos, la economía va tan bien que el desempleo bajó. ¿Cómo? Fácil: si cuidas a tu abuela sin cobrar, eres empleado. Si vendes bombones en Transmilenio sin afiliación a salud, eres cuenta propia. Si lavas carros sin permiso y duermes debajo de un andén con techo de tejas rotas, eres parte de la recuperación económica. En Colombia, la informalidad es tan alta que en cualquier momento van a registrar como “empleado formal” al tipo que grita “¡la papa, la yuca, el plátano!” en una carretilla robada.

Y el truco es simple: no hay que crear empleo digno, solo redefinir la miseria con PowerPoint. Si el Estado te llama “empleado informal”, ya no eres pobre, solo estás “en proceso de formalización”. Es decir, no estás jodido: estás en transición… como la energía.

Aquí se premia la informalidad, se protege al provisional y se castiga al que pasa concursos. Se subsidia el caos y se penaliza el mérito. Entre tanto humo verde y cifras maquilladas, nadie se da cuenta de que el país se desangra por la herida más profunda: la falta de honestidad. Porque la transición que más urge no es la energética: es la transición ética. Pero esa no da votos, ni contratos, ni selfies con casco.

Mientras tanto, seguimos vendiendo una revolución verde con la infraestructura de una guarnición oxidada. Un país donde la energía nuclear es satanizada, pero la energía clientelar es venerada como santo patrono del progreso. Donde el Congreso funciona por energía térmica —calentado por discursos inútiles— y las decisiones de política pública dependen más de lo que diga el horóscopo que de un análisis técnico.

Así que prepárese. El apagón va a llegar. No solo el de luz, sino el de dignidad, el de verdad, el de sentido común. Y cuando llegue, no se preocupe si no tiene velas ni linterna. Acuéstese tranquilo, póngase una cobija y piense en lo que dirá el gobierno: que estamos avanzando hacia un futuro más verde, más justo y más sostenible… sostenido, claro está, con saliva, promesas recicladas y discursos que alumbran menos que una luciérnaga deprimida atrapada en una botella de aguardiente.

Pedro Pablo Gómez Méndez
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