Por: Nelson Castillo
Me place el castigo que se le propina al malo. Pero también la compensación al bueno. Lo descubrí después de ver tantas películas de suspenso. Me regocijo cada vez que el detective, tras rigurosa y apasionada investigación, llega hasta el asesino y lo captura para que pague por sus crímenes.
“Dulce venganza ” es quizás la más cruel de las películas en el género de la venganza que haya visto, pero los malos se merecen la crueldad implacable con que la muchacha degradada responde a la tortura infernal a la que fue sometida. La venganza se ve como una compensación de la víctima, la otra parte de la simetría que restablece la balanza del espíritu. El castigo es necesario. En “Fuego contra fuego”, la muerte del bandido, protagonizado por Robert de Niro, me dejó un mal sabor al final de la película, pero luego me restablecí con la idea balsámica de que él también, al igual que sus compinches, fue de alguna manera culpable de la injusta muerte de unos pobres guardianes inocentes.
Mi solidaridad con el delincuente en este caso se fundamenta, cada vez que vuelvo a ver la película, en que es capaz de emplear todo su profesionalismo en el atraco de un banco. Una labor en la que procura no matar a nadie. De entrada, creo justo que disfrute todo ese dinero con la novia que lo espera en casa para emprender un viaje y ser feliz con ella en otro lugar de la tierra donde seguramente ya no volverá a cometer más crímenes. Tanto él como ella son dos seres solitarios que por obra del Azar se encuentran. Es más o menos justo que se entrelacen y sean felices. Pero Al Paccino, desde la otra orilla, representa la Ley, y su deber es castigar al que la viola.
En medio de todas las películas de venganza, se alza El conde de Montecristo, basada en la famosa novela de Alexandre Dumas. Su personaje principal, Edmond Dantés, un hombre honrado y de buenos principios, es enviado a prisión por sus enemigos, alimañas corroídas por la envidia y la ambición. En el infierno de su encarcelamiento, Edmond cuaja su venganza. Cuando logra escapar y después de apropiarse de un tesoro cuya ruta laberíntica se la da un monje que el Azar le puso a su lado en la prisión, se hace conde y pone en marcha su plan de venganza. Los que no nos cansamos de ver la película, somos solidarios con él y lloramos cuando por fin recobra el amor que le había sido arrebatado.
El justiciero de los griegos se alegra de la prosperidad del hombre que se la merece, del justo, pero se entristece con el bienestar del malo. El clasicismo de los griegos me disuade y me tranquiliza pues pensé que algo de perversión habitaba en mí. Seguiré viendo películas en las que el malo paga por sus fechorías y el bueno recibe su grata recompensa.