El mar

Por: Nelson Castillo

Gabo dijo que los pobres se mueren sin saber de lo que se pierden. Se refería, desde luego, al cúmulo de variadas sensaciones de placer y satisfacciones que a todos nos gustaría experimentar antes de morirnos. La vida consiste en la búsqueda constante de gratas sensaciones. Cuando no nos es posible encontrar nuevas, regresamos a las ya vividas, como si machacáramos los gusanos de la nostalgia. La diferencia entre ricos y pobres estriba en que los primeros les llevan ventaja a los segundos en cuanto a las sensaciones gratas que han vivido.

A los trabajadores que vivimos en el Caribe colombiano, cerca al mar, nos queda, al menos, como una compensación, la grata sensación del deber cumplido que nos recorre el alma los viernes por la tarde, cuando nos secamos las manos con el pañuelo tibio después de finalizar nuestras labores, a sabiendas de que nos queda el domingo para ir al mar y liberarnos de las tantas restricciones que nos impuso el deber.

Estar frente a esa llanura acuática de los domingos al atardecer nos solaza de libertad. Estar ahí, sin recuerdos, abandonados a la gota del presente que se nos va, constituye para nosotros un verdadero instante de reconciliación con la dignidad de estar vivos. El mar es alguien misterioso que viene del más allá, incansable en su ir y venir, como si fuera la rugiente versión de la eternidad.

El domingo, como todos lo sabemos, es un día de la semana que a medida que va avanzando en el decurso del tiempo se va volviendo melancólico porque mañana es lunes otra vez, un día siempre inaugural en el que las piezas de la formalidad se acotejan otra vez. La melancolía del domingo se agudiza en el crepúsculo y casi se oye como el sonido lánguido, adelgazado, de una flauta andina que viene como una queja de la soledad desde las montañas frías donde residen los indígenas más tristes del mundo. Nunca he dejado de pensar, desde la primera vez que los mayores me llevaron a conocer el mar, que el domingo se representa en la imagen de unos bañistas caminando a lo largo de la playa chapoteando la llegada espumosa del mar, abandonados al placer de la libertad, pero socavados en secreto por la idea inquietante de que mañana van a trabajar otra vez.

A los pobres del Caribe, digo, nos queda el placer, la sensación de libertad que nos concede la sola visión del mar. Ninguna desgracia es total. Siempre estará ahí el mar. La serena y dorada luz del crepúsculo que tiñe las aguas, el adiós, la noche que se anuncia con el imperio de las sombras y el regreso a casa. El regreso no es resignación, sino el final de una feliz sensación que exigirá su repetición. El mar no es un consuelo. Es un premio, una compensación.

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